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[dropcap style=”font-size: 60px; color: #9b9b9b;”] E [/dropcap]l convenio de las dominicas estaba lleno de angustia. Todas las monjas no hacían más que apretarse las manos, peligraba la buena y noble fama del convento.
El virrey estaba en Puebla de los Ángeles y todos los conventos y beaterios le habían mandado guisos extraordinarios para su mesa, pero del convento de santa Rosa aún no le habían enviado nada.
Todas las monjas envolvían en miradas a Sor Andrea de la Asunción, que poseía las pulidas manos de ángel para aderezar los manjares, pero a Sor Andrea no se le ocurría ningún portento.
[quote type=”center”] Sor Andrea con alma gozosa a la cocina, refulgente de azulejos, y aderezaba suculentas, esplendorosas maravillas. “También el Señor anda por los pucheros”, dijo la Santa Madre Teresa de Jesús.[/quote]
Sor Andrea de la Asunción era exquisita maestra en todas las refinadas artes de la gula; había hecho excelsas invenciones, en que, sin duda, ángeles y querubines pusieron el celeste milagro de sus manos; aquellas calabacitas en nogada; aquel estupendo almendrado de carnero, aquel salmorejo de carne de puerco; aquella fragante carne también de puerco en granadino y la misma en envinado de piña; aquellos sublimes frijoles refritos de ocho cazuelas, y los suculentos pichones a la criolla y los pichones tapados y los de príncipe enyervados, con toda una larga gama de sabores. Todo esto era para morirse delicadamente de dicha.
¿Y qué decir de sus gloriosos potajes, en los que estaban vivos los siete dones del Espíritu Santo, y de sus insignes empanadillas de afiligranados y prolijos repulgos, rellenas ya de sesos con tomate o de picadillos maravillosos, y de su insuperable pipián de almendras, y de su estofado, y de su adobo magistral en salsa de la buena mujer, y de su carne de cerdo en caldo de ángeles, y de su mancha manteles, y de su conspicuo empiñonado de gallina, en el que intervenía directamente Nuestra Señora la Virgen María?.
Las monjas de Santa Rosa sabían a diario lo que enviaban al señor virrey, estaban mansamente desesperadas, llenas de consternada tristeza.
Sor Andrea de la Asunción quería mandar a su Excelencia un plato exquisito, delicioso, en que estuviera el espíritu de México palpitando en toda su finura graciosa; De pronto empezó a sentir Sor Andrea un suave zumbido interior que a veces se transformaba en una delgada voz que le decía con claridad, lo que deseaba.
¿Qué rico guisado iría a descubrir Sor Andrea de la Asunción? “El descubrimiento de una vianda nueva importada más para la felicidad del género humano que el descubrimiento de una estrella”, escribe el maestro Brillas Savarín. Todo el convento de Santa Rosa temblaba en una dulce angustia, esperando la dicha de aquel nuevo manjar.
Pasó Sor Andrea el domingo de quincuagésima queriendo fijar aquellas leves hablas interiores, aquel runrún misterioso con que zumbaba en su alma de abeja de la gracia. El lunes Sor Andrea se fue rápida hacia la cocina; llevaba ya encendida una gran idea.
Le palpitaba la cruz del pecho; una sonrisa inefable se le difundía, iluminandole el rostro; resplandecían con su santo regocijo sus grandes ojos aterciopelados. Entró en la cocina. Los azulejos del techo de tres bóvedas, blancos, y cada uno con el temblor de una lucecita; Los azulejos le sonreían con sus reflejos numerosos y claros; las cacerolas, los peroles y cacharros de cobre pulido y repulido la reflejaron con cariño, felices de tenerla entre cada uno, blanca y mínima. Sor Andrea, pensativa, se acercó al fogón. Ya iba a florecer la gracia de lo maravilloso. Le iba a dar Sor Andrea el arte culinario de México nuevas e insignes perfecciones.
La tarde anterior había mandado matar Sor Andrea un guajolote que engordaron en el convento con nueces, castañas y avellanas, y que destinaban para guisárselo al señor obispo. En una bandeja estaban ya cortadas las piezas, Inspirada cogió Sor Andrea de un pote vidriado chile ancho; de otro, chile mulato; de una caja michoacana, negra y rameada, sacó chile chipotle; y de otra hizo una cuidadosa y nimia selecci.